Flores Negras




Me hacen daño tus ojos,
me hacen daño tus manos 

me hacendado tus labios, 

que saben mentir; 

 

(Fragmento “Flores Negras” de Sergio De Karlo) 

 

Una llamada me despertó a media noche, atónita me levanté de la cama y vestí lo primero que conseguí. No parecía ser verdad. Con lágrimas en los ojos, puse las llaves en el encendido y me dirigí a la morgue. Allí, sobre una camilla yacía el cuerpo sin vida de mi esposo. Después de cumplir con los trámites mortuorios volví a casa. Cuando iba en camino, advertí que mis muñecas, apoyadas en el volante, se mostraban víctimas de maltrato y recordé la última golpiza que me propinó, ya no recuerdo el porqué, pero sí el dolor y la desesperación de la que fui presa aquella noche, la resistencia ante cada golpe y el despertar, luego de unos días, en la cama de una clínica. Al llegar a casa, con la mente aún perturbada, evoqué la imagen de su cuerpo ennegrecido y la expresión apacible que le quedó grabada en el rostro. Tropecé con la mesita sobre la que reposaba una flor negra de vidrio que me regaló aquella navidad en que se masturbó con mi cuerpo hasta que se sació. 

Entré a la ducha y la ráfaga de agua tibia me recordó cuan dolorosa era la experiencia de verlo a diario; los golpes habían sanado bien pero aún sentía dolor. Estuve tranquila desde el día en que desapareció. 

Al terminar el baño perfumé mi cuerpo con la más deliciosa fragancia, que aún sin estrenar conservaba guardada en el closet de mi habitación, vestí un conjunto de ropa interior de encaje negro y sobre éste, un sencillo vestido del mismo color, maquillé mi rostro y al poner algo de brillo en mis labios, el espejo sugirió la imagen de una mujer que contenta se dispone a divertirse. Fueron muchas las buenas fiestas que devoramos juntos, tiempo atrás, y las más, aquellas a las que dejé de asistir por incomodarme sus maneras de divertirse, odiaba la violenta actitud que lo poseía tras sus rituales cocainómanos, a raíz de los cuales sus sentidos de gusto y olfato casi habían desaparecido. 

Llegué al funeral y amigos me dirigieron sus condolencias. Mi corazón sonrió. Aquellas palabras de solidaridad en mi tragedia vinieron a afirmar el triunfo de la muerte sobre aquel ser, abrazos iban y venían. Mi espíritu se regocijaba. A pesar de lo tedioso que me resultó el entierro, no me alejé de aquel lugar hasta que el último invitado a la tertulia desapareció. El sol resultaba insoportable, él ya no renacería de la tierra. Resolví volver a la casa que ya sentía mía desde que desapareció, aquel muerto no tenía más dolientes que esta dulce dama. 

Camino a casa recordé cuando nos topamos en una intersección vial donde los oscuros vidrios no permitían la visión al interior del vehículo; era viernes en la noche y seguramente no llegaría a casa como solía hacer cada fin de semana, ya a esa hora, entre el alcohol y su blanca amiga, su cabeza era un desastre; decidida a saber que haría, lo seguí; lo que me llevó al descubrimiento de una cabaña a las afueras de la ciudad, nunca supe que sucedía allí, y a esas alturas ya no me interesaba… 

Por fin llegué a mi casa, cansada del protocolo del funeral, fui a buscar la botella de Johnnie Walker Blue Label que guardaba en el bar desde que desapareció.  

Fue una joven mujer quien consiguió su ennegrecido cuerpo sobre la cama, era su amante, supongo. Un fuerte olor a gas la alarmó y entre gritos y sollozos notificó a bomberos y policías. La autopsia arrojó como resultado: envenenamiento con gas. 

Hoy como cada aniversario de su muerte, fumo en el balcón de mi casa y recuerdo la noche en que entré a la cabaña, lo conseguí dormido, me cercioré de que cada ventana hubiese quedado bien cerrada y como se tratara de un espacio pequeño y sus sentidos de gusto y olfato eran casi nulos, abrí la llave de paso de gas de la cocina, el gas simplemente hizo lo suyo. 

Marian Gobet


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